Gentripiés

Apuntes breves sobre gentrificación y lucha de clases en Lavapiés.

 Es un día laborable, media tarde y el sol hace de soporífero sombrero. Un eco resuena en la plaza; el de una pelota de tenis golpeada con firmeza por madera: es el centro de Madrid y un pequeño grupo de adolescentes indios/as juega al cricket en el asfalto. La policía les echa; no están en una zona habilitada para practicar deporte y pueden ser sancionados con una multa que no se llega a especificar.

Con la marcha de los coches patrulla se reanuda la actividad deportiva; esta vez quienes sustituyen al cricket son unos/as niños/as magrebíes que han salido del colegio botando una pelota roja desgastada que patearán al llegar a la plaza. Instalan como portería un par de mochilas y el lugar se llena de risas. De nuevo las sirenas interrumpen el juego:

–      Si queréis practicar futbol tenéis que hacerlo en un área deportiva, así que desfilando – afirma un uniformado de la policía local tiñendo de perplejidad las caras de los/as chavales/as.

El sol se va, colmando el cielo de un tono anaranjado que huele a final del día. Ahora quienes habitan la plaza ofrecen latas de cerveza por un euro a los/as transeúntes, y pequeños grupos de jóvenes toman asiento en los bancos de cemento de la plaza, susurrando conversaciones íntimas o hablando del trabajo, compartiendo algún sorbo o escuchando música con los auriculares. Y por tercera vez en la tarde la Policía Local, esta vez a dos ruedas, hace su incursión de rigor en la plaza; pide alguna identificación y expulsa a los/as demás a riesgo de proponerles para una sanción administrativa.

ingentrificableSon las nueve de la noche y la plaza de Agustín Lara del madrileño barrio de Lavapiés está vacía; ni niños/as, ni lateros/ as, ni vecinos/as. Solo terrazas. Solo tránsito. La estampa recuerda escalofriantemente a la plaza del Dos de Mayo de Malasaña, ese barrio en el que abundan las porciones de pizza a tres euros, pero en el que es tan difícil encontrar tomates, o cualquier otro bien de primera necesidad; un barrio de moda, pero inhabitable.

Allí tampoco hay gente en las plazas, solo en las tiendas y en los bares; estar sentado en el bordillo de la acera implica alguna regañina paternalista del/a policía de turno.

Y es que Malasaña inició hace unos años un proceso de homogenización para convertirse en una zona poblada por gente con estilo y pantalones pitillo, rebosante de una interesantísima vida social y cultural, con tiendas monas, calles seguras, bares de diseño y muchos gin-tonics. Eso sí, sin espacios de encuentro, Centros de salud o tejido vecinal. Con muchas cámaras de seguridad, sucursales bancarias y un permanente acoso y derribo policial a los/as migrantes.

La conversión de un barrio en un parque temático, en un escaparate, tiene nombre propio: gentrificación. Gentri¿qué?… Esa es la reacción más habitual al oír hablar de este concepto, un palabro  que proviene del ámbito académico, pero cada vez más utilizado por los movimientos sociales,  dada su capacidad para describir los procesos que sufre la ciudad moderna.

 Si has leído hasta aquí, intuirás que Gentrificación no es el nombre de esa vecina con rulos que espía por la mirilla; se trata de un término acuñado por  la sociología británica para denominar los cambios que se produjeron en ciertos barrios londinenses en creciente deterioro, con la llegada de nuevos/as residentes con un poder adquisitivo mayor (en inglés, the gentry). Y es que este proceso conlleva la expulsión de los/as habitantes de clase obrera, que son sustituidos por otros/as con unos recursos económicos acorde al nuevo nivel general de precios del barrio (precios de alquiler, precios de bienes y servicios…).

En otras palabras, la gentrificación supondría el desplazamiento de los/as antiguos/as vecinos/as por nuevos/as vecinos/as de rentas más altas. Es decir, habitantes más humildes como ancianos/as, inmigrantes o trabajadores/as, se ven expulsados/as del barrio (por la revalorización de los alquileres y los pisos) por jóvenes de clase media alta, parejas o solteros/as artistas o profesiones liberales.

Así, ciertos sectores de la burguesía alternativa, que habitualmente vivían en zonas residenciales, recuperan el centro urbano, reconfigurando la ciudad de tal modo que niegue la diferencia y excluya del centro a la clase obrera.

Promotores, constructores, entidades financieras, propietarios/as o el Ayuntamiento, generan una ganancia especulativa obtenida a través del cambio sufrido en el valor del suelo, entre la fase de deterioro de la zona y su posterior revalorización.

ni-putas-ni-yonquis-500En Malasaña uno de los protagonistas de la gentrificación fue TRIBALL[1], la asociación de comerciantes de Triángulo Ballesta (calles Ballesta, Desengaño, Barco), que a través de la compra de numerosos locales comerciales de Malasaña que eran alquilados a jóvenes artistas o empresarios a precios bajos durante un año, convirtió la zona en un referente de moda, para más tarde subir desorbitadamente los precios de alquiler, dando lugar a una burbuja que expulsó a la población trabajadora de la zona.

Lavapiés no vive un proceso de gentrificación programada por una única empresa, como lo fue el caso de TRIBALL que se explica más arriba. Se trata de un proceso social más complejo y alargado en el tiempo, y que posiblemente tiene como origen el año 1997, cuando el Ayuntamiento declara el barrio Área de Rehabilitación Preferente (ARP), tras una oleada de okupación de viviendas y centros sociales, que venía teniendo lugar en Lavapiés desde la apertura del centro social Amparo 83, en 1985.

Con la declaración de la ARP, se contabilizó una cantidad de 4.000 infraviviendas. Mil de las cuales fueron derruidas y sus solares comprados, con la consiguiente entrada al barrio de empresas inmobiliarias interesadas en especular con Lavapiés. La expulsión de la clase obrera de este barrio tomó entonces forma de pago de incentivos a cambio del abandono de viviendas sujetas a contratos de renta antigua o de alquiler social. En caso de negativa por parte de los/as vecinos/as, comenzaron a ponerse en práctica técnicas de acoso inmobiliario para forzar el desplazamiento de los/as inquilinos/as, haciendo inhabitable el edificio, o consiguiendo el desalojo del mismo.

El Plan de Seguridad de Lavapiés viene a ahondar, a profundizar, en este proceso, poniendo en marcha medidas que procuren un orden social, que asegure la reestructuración urbana (con una segunda fase de derribos, o con la conversión de edificios en viviendas nuevas) y la reorganización comercial (a través de las limitaciones al comercio mayorista, para potenciar las franquicias y el ocio nocturno).

Este Plan busca literalmente, reinsertar el barrio, es decir, reubicarlo en el ciclo producción-consumo, rentabilizarlo, exprimirlo, homogeneizarlo, convertirlo en un ir y venir de mercancías y apariencias… Pero esa normalización no puede ser sino violenta, coactiva, armada; genera un estado de alarma permanente, rentabiliza la histeria, capitaliza el miedo.

El Plan quiere desertizar Lavapiés a golpe de porra, de redada, de multa. Esa es su apuesta política; la expulsión.

Con esto no pretendemos decir que en nuestro barrio no existan problemáticas, pero estas no tienen que ver con el demonizado carácter propio de Lavapiés, sino con las condiciones sociales que impone la presente ofensiva del Capital; paro, precariedad, hacinamiento urbano… Revolucionar esa existencia de miseria es la manera en que queremos vivir este barrio: luchando.